Estoy de la campanilla de los cojones hasta el mismísimo coño.
Lo sé he empezado este post con una vulgaridad espantosa. Pero ustedes también perderían la educación si tuvieran que soportar un compañero de curro politoxicómano, desquiciado, cleptómano y de Walt Disney.
En una de esas campañas de reinsertemos a nuestro héroes de la infancia y demás delincuentes nuestra empresa (nuestra, nuestra, más bien es del dueño y los demás gustosamente ofrecemos nuestro trabajo para hacerla más prospera ¿Qué pasa? Una no sabe nunca quien puede caer por estos lares) ha decidido contratar a Campanilla.
Y campanilla, querida Belén, no es la hermana pequeña de la campanario, es un personaje de Walt Disney. Creo que salía en el libro de la selva, en la sirenita o en Reservoir dogs, siempre las confundo. El hecho es que la tengo revoloteando todo el día y me está crispando los nervios. No es el hecho por su tamaño ínfimo, ni por la purpurina esa que desprende de las alas (tenemos un compañero que también desprende purpurina y ya estamos hechos a ella), ni la ropa de Agatha Ruiz de la Prada, ¡es su voz! ¡Esa voz chipiritiflautica! Esa voz que emana efluvios de ginebra y lacasitos azules. Esa voz que se te mete en la cabeza y es como un yunque dando pequeños golpecitos en unos genitales ya de por si escocidos.
Como hecho de menos aquel asesino de ancianitas, era un hijo de puta, pero tenía una voz humana. Bueno no es que fuera Fran Sinatra, pero al menos al oírlo no te entraban unas ganas irremediables de lanzarte desde la dieciseisava planta mientras te vas clavando una aguja de punto en los oídos y te inmolas a lo bonzo.