Al abrir la puerta ya sabía lo que me encontraría. Un hombre adulto vestido de conejito rosa de felpa. No me había vuelto loca. No al menos, por ver a un hombre adulto vestido de conejito rosa de felpa. Era carnaval. Y en carnaval si ves a un hombre adulto vestido de conejito rosa de felpa no es motivo para pedir el ingreso en el frenopático más cercano.
Lo que sin embargo si es motivo de ser ingresada en un frenopático es ver a un pollo de metro setenta disfrazado de Paris Hilton. Incluido chihuahua transvertido.
Había algo que no me cuadraba en esa foto. Siempre he sido muy observadora, se podría decir incluso que tengo un sexto sentido. Y no me refiero al de ver muertos como la peli esa del de Luz de Luna. Sino a que soy una persona terriblemente suspicaz. Y estaba claro que un pollo no puede hacer metro setenta. ¡Aquello, aquello era un pollo transgénico! ¡Maldita sea! Un puto pollo transgénico, muy bien disfrazado, hay que decir, pero un pollo transgénico. Estaba dispuesta a jugarme la placa y la calderilla que llevaba en el bolsillo a que estábamos ante un genuino pollo transgénico.
Solo había una forma de salir de dudas, sí, exacto, esa misma, a la pepitoria. Un pollo trangénico de metro setenta es difícil de digerir, pero jamás salgo de casa sin mi sobre de almax. Y fue así como entré en el mundo del canibalismo. Por error, como con mi primer marido.
A mi primer marido no me lo comí, solo me equivoqué casándome con él. Me refería a eso. Es que claro una dice que es caníbal y ya se cree todo el mundo que te vas comiendo a la gente por ahí. Y no, yo jamás me comería a nadie. Bueno excepto si son transgénicos y están bien cocinados. Con unas pataticas fritas...mmmmmmm
Como decía así fue como entre en el sórdido mundo del canibalismo.